domingo, 23 de febrero de 2014

Los iniciados del SOL

Por ser el Sol el astro que ilumina nuestro planeta, aquel sin el cual ninguna vida sería posible aquí, se comprende mejor aún la presencia de ese astro central en muchas tradiciones y leyendas. Es más, nos damos cuenta mejor de la fuerza incomparable que pueden tener las vías espirituales y los itinerarios iniciales en los que ese astro resplandeciente tiene el papel más importante.

Pero, ¿no existirían hombres de carrera excepcional que habrían tenido (los astrólogos sabrían sin duda explicarnos el porqué) su carrera meteórica marcada por el «signo» Sol?
¿No se trataría únicamente de una vida en la que el astro del día hubiera tenido un papel privilegiado, sino de un destino en el que los acontecimientos y la suerte se orientarían, se determinarían alrededor de esa gran imagen arquetípica?
Un escritor humorístico del siglo pasado escribió una pequeña obra maestra de ingenio en la que, parodiando las hipótesis astronómicas tan caras entonces a los historiadores de las religiones, se divertía demostrando que Napoleón Bonaparte no había existido nunca, que no era más que el tipo mismo del mito solar personificado. Pero lo más extraordinario, ¿no sería justamente ver en el Emperador no sólo el personaje (tan real) de fantástico destino, sino al ser cuya carrera (como la de Alejandro Magno) asumía las dimensiones de un verdadero mito solar realizado?
La obra aporta fantásticas revelaciones sobre hombres tan diferentes como el faraón Akhenatón («el rey ebrio de dios»), Alejandro, Napoleón y algunos más.
¿Qué punto común existe entre esos personajes? El de ser cada uno, en su género, «místicos del Sol» que interpretaron su papel en un drama simbólico a escala terrestre.
La presencia de Adolf Hitler entre los «místicos del Sol» podría extrañar a primera vista; es porque la obra no ha dejado de tener en cuenta, no sólo los ciclos del Sol visible (el de la bóveda celeste), sino también los del «Sol negro», del «Sol de los muertos». Es conocida la leyenda iniciática egipcia del periplo de la barca solar (la del dios Ra).
Después del ocaso, continúa su periplo —en sentido inverso— a través de las regiones infernales, para resurgir, en Oriente, para un nuevo amanecer.
¿No podría tener esta leyenda, entre sus significados, un sentido en relación con el desarrollo de la Historia terrestre?
Sol Invictus! Con esta exclamación, los adoradores de Mitra saludaban al astro del día, como mucho antes que ellos el omnipotente faraón de Egipto, Akenatón («amado del Sol»), que hizo del Sol Ra, el dios único, emanación del Innominado, como más tarde los mazdeístas, guiados por Zoroastro, honraban a Ormuz, el dios-Luz del Irán, antes de Alejandro Magno, hijo de Zeus-Amón, conquistador del Universo y del emperador romano Juliano, injustamente llamado el Apóstata, que recibió, en los últimos destellos del paganismo, la iniciación del supremo LOGOS.
Estos cuatro nombres van asociados, en el transcurso de los siglos que forman la era de Aries y luego la de Tauro, con los más grandes acontecimientos de la Antigüedad. Un lazo misterioso, tejido en un aura sobrenatural, une a esos hombres que fueron todos «místicos del Sol» al mismo tiempo que jefes espirituales y temporales habiendo tenido las más de las veces que gobernar un inmenso imperio. Hijos del Cielo, se pusieron bajo la protección del Fuego cósmico y no en balde las dinastías reales, en Japón o en el Perú, vieron sus monarcas proclamarse «hijos del Sol». La ciencia moderna misma, mal que les pese a los escépticos, reafirma las antiguas leyendas, puesto que, al reencontrar el sistema heliocéntrico descubierto por los antiguos, ha demostrado que todos los planetas que constituyen nuestro universo inmediato, incluida la Tierra, eran partículas desprendidas del Sol. El astro radiante es, pues, en realidad, nuestro padre en los dominios celestes, como lo es en el orden de las cosas visibles e invisibles.
Por doquier, desde el fabuloso Imperio «hiperbóreo», que vio crecer la raza de los «Gigantes», desde las gloriosas y míticas dinastías de los reyes-pontífices de la Atlántida, madre de nuestras civilizaciones, el disco de oro, centro de nuestro universo planetario, símbolo de vida fecundante y de alegría, luz radiante de potencia y de fuerza, es saludado por todos los pueblos del hemisferio boreal como el símbolo viviente, la encarnación triunfante de la Divinidad, el vencedor de las fuerzas inertes y estériles surgidas del caos, y aquel que renace cada día después de la larga espera nocturna puede muy bien aparecer como la imagen eterna de un milagro incesantemente renovado.
En su misteriosa alquimia, el Sol condensa, sobre el plano astral, las fuerzas inorgánicas y las energías inmensas contenidas en el COSMOS, y esta vitalidad prodigiosa, que parece constantemente renovada, participa verdaderamente de la potencia divina si, detrás del Sol visible, brillante luminaria, permanece, como una inmensa hoguera infinitamente más vasta y más terrible, el Sol invisible, el SOL NEGRO de los alquimistas y de los magos, llamado así por su terrible resplandor, emanación oculta a nuestros ojos del LOGOS DIVINO... Por esto no es dado a los humanos, en esta vida al menos, contemplar ese fuego espiritual, tan brillante que quemaría nuestra alma por la eternidad. Por contra, los textos sagrados de la Humanidad, como el Libro de los muertos egipcio, o el Bardo Thodol («Libro de los muertos») tibetano, tienen en cuenta esa luz que nos será dado contemplar desde el otro lado del espejo, es decir, después de nuestra muerte terrestre. Es el Sol de Osiris de los sacerdotes de Menfis, la «Luz azul» del Plano budista, el «Sol de los muertos» que únicamente guía las almas hacia el Espíritu y trasciende el misterio del Supremo Conocimiento. El secreto del logos, el conocimiento del Sol negro, camino de la vida y de la muerte, era la clave de los grandes misterios conocidos antaño por los colegios de iniciación, pontífices atlántidas, sacerdotes egipcios y grandes druidas, antes que se apagase la antorcha de la tradición por el soplo de un «viento de locura» nacido en alguna parte de Judea.
Desde entonces, la gran cadena de los iniciados solares está rota y tan sólo la magia, ciencia de doble filo, puede todavía resucitar un instante los secretos del conocimiento perdido. Aquí es donde se urde el drama del mundo moderno. Por los métodos y los procedimientos que implica, la magia, cuando no está en manos de hombres absolutamente puros y sin tacha, conduce casi fatalmente al desencadenamiento de las «fuerzas negras», canales de energías desconocidas y terriblemente peligrosas, dejadas a un lado por los miembros de los colegios de iniciación en los tiempos idos que veían al hombre conversar con el Universo.

Cuando estas fuerzas inmensas son liberadas de su prisión material, nada puede ya detener su poder de destrucción y de muerte. «Lo que está arriba es como lo que está abajo», escribió Hermes Trismegisto (el «tres veces grande») en la «Tabla de Esmeralda», y la alquimia, esa ciencia suprema, puede servir indiferentemente al Bien o al Mal, dar la piedra de sabiduría de los filósofos o liberar los átomos de la bomba termonuclear.
Y precisamente para volver a encontrar esa ciencia, para reanudar el hilo de la tradición atlántida ocultada por el cristianismo, unos hombres han emprendido, tras la ruina del mundo antiguo, la búsqueda «sagrada» un momento interrumpida. Pero, esta vez, el Sol de los hombres no puede ya guiarles, oscurecido por la sombra gigantesca de la cruz, y el camino de regreso que conduce hacia la misteriosa TIERRA VERDE, la regia HIPERBÓREA, sede de la mística THULE, pasa por las prácticas mágicas. Trátese de la alquimia, arte regio, de la astrología, madre de las ciencias herméticas, o de cualquier otro instrumento de investigación, la vía se revela infinitamente peligrosa y el camino estrecho, bordeado de precipicios. TRES HOMBRES, marcados por el sello del Destino, sin que sea cosa de juzgarlos aquí, se han atrevido a llevar el «hierro candente» en la historia de Europa, sin lograr, no obstante, romper el «círculo de hierro de la ignorancia», y esos tres nombres resuenan como los tres golpes que anuncian el nacimiento de una tragedia: Federico II, emperador de Alemania, domina la Edad Media; Napoleón eclipsa todas las glorias de los Tiempos modernos, y Hitler, en su locura y su desmesura, destruye las imágenes de los hombres políticos contemporáneos.
Esos tres hombres, aunque parezcan estar muy distantes por el destino, la época y la mentalidad, están, en realidad, más allá de las contingencias humanas, unidos por lazos potentes y secretos. Los tres han debido luchar, para asentar su hegemonía espiritual y temporal, contra la Iglesia, enemiga de la púrpura imperial, reflejo de la majestad solar, y los tres, en su búsqueda desesperada, no han podido realizar sus místicos designios, y su trágico destino se apagó en un crepúsculo de sangre. La investigación del conocimiento perdido sigue abierta y el «asiento peligroso» de las novelas de la Tabla redonda sigue esperando a su «caballero loco y puro». Ni Federico II, emperador de las Alemanias, rey de los romanos, en su tentativa suprema de reencontrar, a la luz de la inteligencia, el Sol de los alquimistas, el «León rojo» de los filósofos, ni el gran Napoleón, en su búsqueda heroica y guerrera en torno del Zodíaco, semejante al águila del apocalipsis, ni por último Hitler, ese nuevo Galaad wagneriano, vagando en pos de un GRIAL inaccesible y del Sol negro, lograron encontrar la luz ocultada desde que un terrible cataclismo sumergió, hace diez mil años, la Atlántida y su capital Poseidonis bajo las olas tumularias del Océano.

Si, no obstante, el tesoro espiritual legado antaño por la «raza divina» de los «hombres de Thule» no se perdió gracias a las primeras dinastías solares de Egipto, su mensaje se hizo poco a poco ininteligible para los hombres desposeídos y los textos truncados y degradados quedaron consumidos para siempre el día que retumbó este grito de desesperación: «¡El Gran Pan ha muerto!»
Así, el Sol de los vivos ha desaparecido y sólo queda, en este día, el Sol de los muertos. Sin embargo, según el calendario del Universo inscrito en el Zodíaco, nuestra era actual, dominada por el signo de PISCIS, debería terminar pronto para dar paso a la era de ACUARIO, o del «copera de los dioses», Ganimedes, raptado por el águila de Zeus (Júpiter). Después de esta última fase, los acontecimientos han de precipitarse, y si nos aproximamos verdaderamente al final del ciclo terrestre actual, el que los hindúes, en su sabiduría milenaria, denominan KALIYUGA (que significa el triunfo de Kali, diosa de la Muerte y del Sexo), es decir, la edad de hierro, que sucede a las edades de oro, de plata y de bronce, la destrucción de nuestro viejo mundo podría tornarse una solución a considerar sin despecho, si es cierto que en Oriente, lugar donde se levanta el Sol, bien lejos de la pequeña Palestina, aparece un resplandor rojo, anunciador de una nueva aurora.

China, el Imperio celeste, dragón adormecido desde hace mil años, ha despertado bruscamente, inflamada por el SOL ROJO de Mao Tsé-tung, y la Revolución china amenaza bastante con poner pronto término a la era de Piscis. Esa llama, encendida en la hoguera de la revuelta del Espíritu, ¿habrá de abrasar a todo el planeta?
No sabríamos responder a esta angustiosa pregunta que desarrollaremos en la conclusión y, puesto que no hemos llegado aún al término de ese trastorno, aunque la perspectiva de una renovación integral por el fuego no sea ya tan remota, este libro ha sido escrito para resucitar las figuras a la vez inquietantes y grandiosas de los SIETE PERSONAJES que prosiguen su investigación solar como los SIETE PLANETAS de la astrología tradicional. Los cuatro primeros «Grandes Seres» se consagraron al Sol de los vivos, los tres últimos al Sol de los muertos, y porque un día secreto, aquellos «místicos del Sol», aquellos hombres que no eran ya del todo «hombres» recibieron la chispa violenta de la iniciación, toparon con el muro de la incomprensión y del caos o cayeron en el vértigo del orgullo. Entre Zoroastro y Hitler, hay quizás una distancia menor que entre Buda y Jesús. La metafísica hindú enseña la creencia en la reencarnación de las almas en el curso de vidas sucesivas. ¿Quién nos explicará de otro modo el misterio de la filiación solar que enlaza a un Alejandro con un Napoleón? La rueda del Samsara de los brahmanes arios, rueda del Tiempo, rueda del Sol, puede tomar la forma de Esvástica, o cruz gamada, sin que se detenga su incesante girar que nos arrastra en el torbellino de la vida y de la muerte. Hipnotizados por este espectáculo, ¿nos habremos engañado contemplando el mundo de la Ilusión...? Esta aventura oculta, que no se parece a un cuento, esperemos que contribuya a disipar bastantes nubes y bastantes falsas creencias.

Se ha dicho de las estrellas que eran EL RELOJ DEL DESTINO, cuya esfera forman los doce signos del Zodíaco, y el Sol y los planetas son las saetas de las horas que indican el año; la Luna, por su parte, representa la saeta de los minutos indicando en qué mes del año se cumplirá el destino de cada individuo...
La ASTROLOGÍA, arte regio por excelencia, está en la base de todos los MITOS religiosos. Nos referimos a los mitos «astrológicos», no a los «astronómicos», reflexión conveniente para ilustrarnos plenamente sobre la elección del SOL como símbolo religioso repuesto en su contexto esotérico.
Si nos dignamos suponer la existencia, en la noche de los tiempos, de una «astrología integral» comprendida como ciencia y como tradición primordial, el iniciado, o el astrólogo, que disponga de un conocimiento tal de los secretos del Universo se encontrará capaz de realizar lo que pudiera calificarse hoy no de «prodigios científicos», sino de verdaderos «milagros» a los ojos de los profanos. Un hombre tal que posea el monopolio del conocimiento, invocará infaliblemente la inspiración de DIOS, aunque sólo sea para evitar la envidia y la codicia de sus semejantes.
Que aparezca ahora un segundo astrólogo y tanto uno como otro colocarán sus trabajos bajo los auspicios de una divinidad particular con objeto de diferenciar su ciencia. Así, el primero escogerá la paternidad del Sol y el segundo la de la Luna. Si vienen otros «magos», obrarán igualmente, multiplicando hasta el infinito las divinidades, creando nuevos templos y nuevas religiones. La degeneración de un «saber» originariamente puro es entonces fatal.
El astrólogo se ha convertido en sacerdote y se hunde cada vez más en la mistificación que hace de él un «taumaturgo» autor de curaciones imaginarias cuyos «milagros» son atribuidos arbitrariamente al dios de tal o cual templo. Tal divinidad se torna «especialista» en un milagro, tal otra es invocada para otro «artículo», y así sucesivamente.
Nuestro derrumbamiento es tan visible, la crisis por que atravesamos tan profunda, que nuestros dirigentes no intentan siquiera ocultárnoslo; apenas si preconizan —con una especie de aburrimiento— remedios inútiles. Veamos la realidad de cara: nuestro mundo actual está condenado sin remisión.

Para comprender mejor el origen y el alcance de un debate así de conciencia es indispensable fijarse en los mitos y los símbolos que forman el «estado civil» de nuestra cosmogonía y el «molde» cuya impronta hemos recibido. Tomamos entonces conciencia de la importancia excepcional del mito SOLAR que encontramos en el origen de todos los libros sagrados, y la Biblia no hace excepción a ello. La tradición «oculta» nos enseña, en efecto, que hubo una época en la que la oscuridad reinaba en las profundidades del espacio: había el «gran silen- cio» y la «gran noche» tan cara a los ocultistas. Aquel período fue seguido por otra fase, situada bajo el signo de la luminosidad: es la época de la «niebla de fuego», del «mar de bronce»... Por último se abrió la tercera edad, dominada por el frío que provocó, por repetición del hervor de las aguas seguido de una evaporación continua, el nacimiento de nuestra corteza terrestre y su población por nuestros antepasados, tras la solidificación.
Pero, ¿cuál es, en todo caso, la relación con el Sol?, se nos hará observar.
Nos atreveremos a decir que se trata de una «relación» directa, pues la Tierra y la Luna, en una época remota, formaron originariamente parte del Sol, pero luego se desprendieron de este astro. Es, por lo menos, lo que nos enseña la «gran tradición», coincidiendo así con las últimas hipótesis científicas. Una prueba en contra de esa dependencia Tierra - Luna y Tierra - Sol nos es proporcionada, según los criterios de la astrología, por la influencia que ejercen las dos luminarias sobre los individuos. Puede resumirse esta reflexión constatando en ciertos seres la primacía del elemento «solar» o bien «lunar» en su carácter y su comportamiento... Así, el Sol determina las cualidades viriles del valor y de la voluntad mientras que la Luna suscita las cualidades femeninas de la sensualidad y de la imaginación... Desarrollando este último punto, comprendemos mejor, por ejemplo, la influencia de los ciclos lunares sobre el organismo femenino o, en el terreno del simbolismo, el mito del «andrógino» o del «hermafrodita».
Pero, lo que es más importante aún, constituye el «soporte» religioso y místico aportado por esos dos astros, el Sol y la Luna. De ahí han derivado el «fuego» y el «agua», fuerzas de enlace que encontramos, aquél en los PARSIS (adoradores del fuego y modernos descendientes de Zoroastro) y ésta en las piscinas de agua lustral de la Antigüedad. Subrayemos aquí que el maridaje de ambos elementos ha sido celebrado en los templos del mundo entero en todas las épocas de la Humanidad: la unión del «fuego solar» (principio masculino) con «la tierra y el agua» (elemento femenino).

A la luz de estas explicaciones, podemos comprobar fácilmente las diferentes partes que ha tomado el cristianismo de la religión solar. Es justo, ahora, analizar el mito del «templo de Salomón», que hizo numerosos adeptos y sirvió de punto de partida a célebres movimientos esotéricos. Nos percatamos aquí también de que, si se examina el lado cósmico de aquella construcción, el templo de Salomón es el Universo solar por excelencia cuyo gran señor, Hiram, el antepasado de los francmasones, es el propio SOL. Este viaje alrededor de los doce signos del Zodíaco en el que se efectúa el drama místico de la leyenda masónica. Es, pues, con derecho que puede hablarse de iniciación solar en los masones. Queremos hablar de los mitos nórdicos e hiperbóreos que tuvieron el éxito que es sabido en la cosmogonía hitleriana. Piénsese en el famoso «martillo de Thor» (dios de la mitología nórdica) marcado con la esvástica (cruz gamada). En efecto, la leyenda masónica revela a sus iniciados que el gran señor, Hiram, se valió de un martillo para llamar a sus obreros, el mismo martillo con el cual Thor hizo salir el fuego del cielo, es decir, el rayo de Júpiter: otro ejemplo de la unidad de todas las tradiciones humanas. Partiendo del instrumento del gran dios nórdico y de la leyenda guerrera que le sirve de corolario (los Vaniros, o divinidades de las Aguas, vencidos por los Aesiros o divinidades del Fuego), el sabio nazi Horbiger pudo edificar su cosmogonía, es decir, el origen de nuestro sistema planetario, viendo en la lucha milenaria del fuego (de origen solar) y del hielo (de origen lunar) la justificación de sus concepciones.
Sentado esto, el problema comienza a hallar un principio de explicación y así se aclaran los numerosos símbolos que acompañan a la mística solar, el más representativo de los cuales puede hallarse en el águila, el ave del Sol. Esta elección, que responde a consideraciones puramente esotéricas (por ser el águila la única ave que puede mirar al Sol de frente), encuentra su ilustración en el ave de Zeus consagrada al Sol por todos los pueblos antiguos y que fue, entre los DRUIDAS, el símbolo de la deidad suprema. De la misma manera, los cabalistas judíos, los gnósticos cristianos y precristianos lo adoptaron, antes de que los R + C lo situaran al pie de la cruz... Buen ejemplo de filiación solar, cuya oculta explicación reside en el hecho de que es el símbolo de cada «vidente» que interroga a la «luz astral» y descubre en ésta la sombra del pasado, del presente, del futuro, y ello tan fácil- mente como el águila «contempla» al Sol...
Volvemos, en este punto de nuestra búsqueda, a las huellas de la astrología, ese arte regio hoy tan controvertido, pero cuya influencia permanece incontestable en la creación de los mitos religiosos, como acabamos de comprobar. ¿Quiere decirse que esos mitos «astrológicos» están hoy perdidos y que nuestras civilizaciones son condenadas a desaparecer con las religiones muertas que las acompañan? La prudencia nos manda responder con la negativa, pues la Historia recuerda que hubo hombres, como Galileo, que declararon que la Tierra era redonda y giraba sobre sí misma en su revolución alrededor del Sol, a riesgo de hacerse quemar como vulgares brujos, cosa que —entre paréntesis— era sabida y enseñada diez mil años antes de Jesucristo y^hasta de Moisés. La Historia nos enseña que hubo también, mucho más cerca de nosotros, hombres, como Schliemann, que partieron al descubrimiento de Troya apoyándose en la leyenda de la Ilíada, ¡mal que les pese a los escépticos!
La conjuración del silencio, servida por nuestros modernos sectarios materialistas, que niegan a los otros el derecho imprescriptible a la verdad, está llamada a ceder el paso ante las exigencias^ propiamente metafísicas del género humano. Los clericalismos de toda índole no han podido hacer más que demorar el vencimiento y son ya impotentes para impedir que el hombre reflexione. La última guerra mundial, con el desencadenamiento del materialismo, no ha hecho más que fortalecer ese proceso.
Los escépticos o las mentes superficiales que califican de «traficantes de luz» a los adeptos del esoterismo no se dan cuenta de la suma de esfuerzos que han necesitado los alquimistas, los investigadores, los cabalistas y los ocultistas de todas las épocas para continuar sus trabajos pese a las persecuciones de todo tipo de que han sido víctimas. 

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